La demostración y el razonamiento formal pueden gozar de validez en sí mismos, sin referencia a un destinatario. En cambio, la validez de la argumentación no se puede estudiar en su integridad sin conocer al público al que se dirige, sin saber qué significa para el hablante y para el interlocutor, sin saber nada de las circunstancias en las que la argumentación tiene lugar.
La verdad es débil al menos en dos aspectos, muy evidentes: a) es posible tener la verdad sin poder hacerlo valer (¿cuántas veces hemos vivido la experiencia de tener razón y que no nos crean?); b) con la verdad se puede engañar, corromper, maleducar: la mejor desinformación suele ser la que dice sólo verdades.
Se dice que al final la verdad vence siempre. Yo estoy convencido de que es así, y Aristóteles asegura que “la verdad y la justicia son por su propia naturaleza más fuertes que sus contrarios”. Sin embargo, si no queremos esperar al juicio final hay que anticiparle vigor a la verdad. Los dos aspectos de su debilidad nos conducen de la mano a la noción aristotélica de retórica, la “facultad de descubrir lo que es adecuado en cada caso para convencer”, que a mí me gusta reformular como sigue: el arte de hacer que la verdad parezca verdadera. ¡No es poco arte! ¿Qué no daría un padre por la capacidad de presentar a sus hijos las cosas de tal manera que éstos las vean del modo adecuado? ¿Qué no daría un maestro? ¿Qué no daría alguien que se dispone a declarar su amor?
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